UNA CLASE PROVECHOSA
Nathan se
encontraba cómodo recostado en su silla, mientras el profesor repasaba los
principios más básicos de matemáticas que el muchacho dominaba desde hacía
tiempo. Todavía era muy temprano, desde su asiento de la última fila observaba
a través de la ventana, la bruma matutina que apenas dejaba entrever los
árboles al otro lado del patio. Todo estaba bajo una tranquilidad absoluta.
De pronto, un
estruendo sacudió al joven penetrándole hasta los huesos, como un rayo cayendo
sobre su pelo lacio y rubio. Ya no se encontraba en el instituto, al menos, eso
creía. Ya no estaba siquiera en su ciudad, o aquello le parecía. Todo le
resultaba muy extraño, a su alrededor se extendía un árido desierto rocoso y la
brisa agitaba el polvo obligándole a taparse la cara con su bufanda.
Repentinamente, le pareció ver unas sombras al otro lado de la duna donde se
encontraba, muy extrañado, Nathan corrió hacia ellas. Descubrió a unos niños
que jugaban con un matojo seco de hierbas, intentó hablar con ellos, pero no le
entendían. Al verle la cara, llena de polvo y árida por el ambiente, el más
pequeño de los niños le alcanzó un odre de agua y se la ofreció. Nathan alargó
la mano para cogerlo pero se lo pensó mejor y la retiró, pues se dio cuenta de
que los niños necesitarían más el agua.
Continuó andando
por el desierto envuelto en la nube de polvo de arena que levantaba el viento,
pero sin darse cuenta ésta se disipó y empezó a sentir mucho frío, estaba
frente a un glaciar. El paisaje estaba desolado y no se apreciaba ni un alma en
aquel extraño paraje. El joven tuvo que abrigarse todo lo que pudo, pero aun
así las gélidas temperaturas le calaron y la fina nieve que caía le empapó el
abrigo. No sabía que hacer, no encontraba un lugar para calentarse, pero de
nuevo vio algo que se movía a lo lejos. Era una muchacha que andaba despacio
por el hielo, con la seguridad que solo los años otorgan y la paciencia que la
naturaleza nos obliga a adquirir a veces. Nathan corrió hacia ella, con el frío
el pelo se le había cubierto de escarcha, sus mejillas estaban sonrosadas,
había dejado de sentir las puntas de los dedos y cuando intentó articular un
saludo descubrió que no podía mover la lengua. La muchacha le observó
atentamente y le cedió el grueso manto de piel que llevaba puesto. Nathan
tendió la mano para cogerlo, pero enseguida se dio cuenta de la fragilidad de
la joven, y pensó que apenas resistiría sin su abrigo en un lugar tan frío e
inhóspito.
Poco a poco, el
frío le abandonó y al volver la cabeza vio que se encontraba rodeado de unos
bellos jardines. De unas fuentes preciosas manaba agua cristalina, y el sol se
alzaba en lo alto cual destello luminoso de esperanza. Unos jóvenes con muy
buena apariencia almorzaban alegre y abundantemente. Nathan entonces se dio
cuenta de lo hambriento que estaba y al acercarse a ellos les pidió uno de los
racimos de uvas que crecían en las parras cercanas. Esta vez, los muchachos si
que le entendieron, pero le rechazaron, despreciándole y dejándolo solo y perdido.
Nathan huyó de
aquel lugar, corría lleno de una rabia que le cegaba. Una parte de él quería
volverse y enfrentarse a los jóvenes, pero oyó las voces de los niños del
desierto y de la joven de la nieve. Se calmó al oírlas y pensó que no debía ser
cruel por una actitud incorrecta de los jóvenes del jardín, aunque la rabia
seguía latente en su corazón.
Ya tranquilo, abrió
los ojos y vio que se encontraba en un prado donde un arroyo discurría
suavemente cual diadema de plata sobre finos cabellos cubiertos de amapolas.
Unos árboles se erigían firmes, pero a la vez meciéndose con la brisa matutina.
Nathan vio a un anciano caminar cojeando dolorosamente. Posó sus ojos sobre los
suyos, y vio en ellos una mirada de súplica, la misma mirada con la que él miró
a los jóvenes elegantes hacía apenas un instante.
Nathan escuchó sus
palabras y pensó que si ellos eran capaces de despreciar así su mirada, él
también podía hacerlo. Pero después oyó voces en extraños idiomas, retumbaron
en sus oídos miles de gritos que ofrecían ayuda, miles de manos dispuestas a
levantar a un herido, miles de sitios vacíos junto al hogar que esperaban ser
llenados. Entonces, tendió su mano al anciano, le cubrió con su bufanda y la
manta que le dio la muchacha del hielo, le acompañó hasta el arroyo y llenó un
pequeño odre vacío que encontró con agua fresca igual que había hecho el niño
del desierto y se la dio. Fue corriendo a un árbol cercano, y recogió unos
sabrosos frutos para el anciano.
Entonces pudo ver
en el hombre, aquella mirada que expresa el orgullo y la alabanza por todo lo
que es capaz de hacer una persona para ayudar a otra. Esos ojos que ya habían
perdido la fuerza de la juventud, Nathan los había llenado de vida y ahora
rebosaban felicidad.
De nuevo, los
cientos, miles de voces de agradecimiento, que apagaban por completo aquellas
otras de desprecio, inundaban el aire. Nathan volvió a depositar sus ojos sobre
los del anciano, y notó que entraba en calor, se dio cuenta que había saciado
su sed, y el hambre que había sentido dejó paso a una alegre sensación de paz.
De pronto, el joven notó una sacudida que le
recorrió todo el cuerpo. Ya no sentía la suavidad de la hierba junto al arroyo,
sino que estaba de nuevo en clase. Había unas pocas anotaciones en la pizarra,
y su pupitre seguía igual de vacío que al comienzo de la clase. El timbre
estaba sonando, la clase terminaba y se dio cuenta de que hoy había aprendido
una gran lección.¡Feliz día del libro!
Bonito relato :D Pásate por mi blog de libros si te aburres
ResponderEliminarhttp://lahoradelteenlondres.blogspot.com.es/
Ya veo que sigues con la imaginación desbordada, contrólala y cuídala, porque ella será una fuente de grandes alegrías en un futuro no muy lejano. ¡Animo!
ResponderEliminarMuchas gracias , me alegra que os haya gustado. Intentaré seguir escribiendo todo lo que pueda, imaginando nuevas historias para que las disfrutéis.
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